El aroma del bagre frito me llevó directo al taburete. A la mesa de mantel plástico de cuadros rojos y blancos, al ventorrillo de Juanita y Josefa. La yuca que me pusieron, estaba bien harinosa, en un muelle que me recibió con una algarabía reposada, en la modorra. Es que, hace casi cuarenta años, el bagre frito me recibió en un Magangué activo, entusiasta, optimista si se quiere. Sin embargo, entonces y ahora, celebro el sabor del bagre frito: una pista, una huella, un saber que no se escribe, si no, que se practica.
En la cuaresma de mi infancia el bagre iba y venía de casa en casa, de calle en calle. Salpicón de bagre, para más precisión. Acompañado con arroz de coco con frijolitos, plátano en tentación y una humilde, pero vigorosa, ensalada de cebolla, tomate y rodajas de aguacate. El repertorio de dulces de la semana mayor, no se ofrecía, necesariamente, como postre al plato arriba descrito. El dulce, en el marco de aquella vida barrial, siempre se constituyó en un secreto en custodia de las mujeres de la casa, de la familia. Era raro salir a ningún lado a comprar dulces. El sentimiento de expectativa que circulaba en tiempo de cuaresma, giraba alrededor, no tanto del “qué”, si no, del “quién”. ¿Quién va a hacer los dulces de la casa, para semana santa? ¿Quién viene, quién se ofrece? Es que el dulce depende del humor, del talento, del saber y del sabor. No cualquiera podía ser. Era un asunto, también, de reconocimiento de la herencia de ese saber. De forma que, si en casa no había la memoria del dulce, había que buscar en la familia que quedaba en los pueblos. De manera que, había que desatar una pesquisa de perfiles capaces de cumplir con el rito. Aparecía una tía, una abuela, una prima de segundo o de tercer grado. Ellas sabían. Cuando no podían llegar a la ciudad, hacían lo posible por mandar unos cuantos potes del repertorio de dulces: de guandúl, de ñame, de plátano con mamey, de corozo, de mango, de papaya, de coco, de grosellas, de mongo – mongo. Es un universo de saberes infinitos que, por demás, está amenazado por el olvido. Ya no hay con quién.
El dulce, en el caribe, tiene un arraigado sentido autónomo; o, si prefieren, el bagre frito con yuca, no necesita de postre alguno. Y, al revés, ningún dulce caribeño requiere de bagres, de platos fuertes. Te comes un dulce y ya. En especial, si está hecho en casa, con la receta y el saber de la familia. Para semana santa, la gastronomía estuvo marcada por la llamada comida de monte y sus ingredientes como la guartinaja, la hicotea, el venado, el armadillo, el ponche, el conejo; no estoy seguro si meter elementos como el chivo, las culebras o los grillos, pues, nuestra geografía gastronómica ha dado para las recetas más insospechadas. Al parecer, un elemento común, en la gastronomía de la semana santa costeña está referido a los ingredientes de origen acuático: de río, en especial. Una manifestación contundente de nuestra crisis de memoria gastronómica, tiene que ver con las vedas, las especies en extinción y la protección ambiental. Se trata de un debate sobre conocer, reconocer y preservar nuestros patrimonios, que, en realidad, son muchos.
Dulce y comida de semana santa, tiene que hacerse en un patio. Allí hay otro elemento de la crisis. ¿Qué memoria gastronómica se practica en nuestras estrechas cocinas, que no admiten ritual colectivo o una ronda alrededor del fogón, de la conversación, de la fraternidad? La sugerencia apunta a hacer un esfuerzo por recordar y compartir. Recordar quién sabe hacer la comida y el dulce. Reaprender la memoria y las costumbres. Tocar la puerta de al lado y ofrecer un plato para que vean, sepan y huelan nuestra memoria, nuestro talento, nuestra capacidad de amar, de perdonar.
La piel del bagre, cuando se frita, tiene que quedar crocante y seca. Aquel desayuno de sábado en Magangué, deja claro un asunto a las nuevas generaciones: bagre frito con dulce, no pega.