Como quien mete el dedo índice en una fuente de agua y traza líneas, círculos y espirales, el periodista y escritor Jorge García Usta (1960-2005) escribió su columna de opinión que tituló La raya en el agua, en la que delineó con agudeza de argumentos, humor mordaz y conciencia social, el destino social, ambiental, político y cultural de la región y la nación, en una suma de reflexiones que al ser seleccionadas por Alejandro García García, hijo del escritor, privilegió siete ejes que cohesionó en: Cultura, Deporte, Ciudad, País, Mundo/Región, Espectáculos , Mujer y Cotidianidad.
Al releerlas reunidas en este libro de160 columnas, descubrimos que es una conjunción de saberes y géneros, en donde conviven la crónica de ciudad, el apunte satírico, la frase aforística, el guiño poético, la greguería de la aldea en su esplendor y en su desmesura. la viñeta ensayística, el análisis conjugado con la referencia histórica y el jocoso apunte de la cultura popular cartagenera.
Hay instantes en que sentimos la presencia y el influjo iluminador de Héctor Rojas Herazo, maestro cercano de García Usta, percepción que hace el historiador Alfonso Múnera Cavadía, en el prólogo, al referirse a esa bella y magistral columna “La teoría leve del cucayo”, destacando en ella “gracia y sabiduría” y elevando la calidad de García Usta a la altura de los grandes, “de un Héctor Rojas Herazo, a quien le adeuda mucho de su estilo”, precisa Múnera. Y reafirma que el estilo de García Usta no tiene “nada que envidiarle a nadie”:
“¿Desde cuándo está ahí el cucayo-esa sobra formidable que queda pegada, estoica y prostibularia en el fondo del caldero, ese aparente residuo del azar culinario- reflejando una actitud de la vida?” Lea aquí: La historia de Óscar Vargas, el trabajador más antiguo de El Universal
Sin duda, en ese texto como en muchos de este libro, como Elogio del comedor de uña, Penúltima defensa de la barba, Alabanza de los gordos, Agonía de la mochila, hay un arte de la observación que juega a descifrar con singularidad la vida cotidiana en el entorno local, y hereda la mirada de los mejores cronistas para descubrir lo soslayado, lo común que no siempre es corriente, el detalle escamoteado de lo invisible: Luis Tejada, Rojas Herazo, García Márquez, etc.
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La mirada ingeniosa de García Usta, prueba su sensibilidad escudriñadora de secretos ancestrales, y “su batalla por reivindicar la cultura popular”, según Alejandro García García, en su presentación del libro.
Difícilmente encontrará en la prensa de hoy un uso más exquisito del idioma español, un dominio más certero de la adjetivación, una maestría parecida en el manejo de la ironía y un humor más corrosivo y sabio que en estos escritos perdurables”
Alfonso Múnera Cavadía
En la primera columna de este libro titulada “García Márquez y “los cachacos de la costa”, García Usta polemiza sobre un estereotipo cultural regional lleno de grandes contradicciones entre dos ciudades que han construido juntas un patrimonio cultural común: Cartagena y Barranquilla, aludiendo un texto del gran narrador Ramón Illán Bacca, en la que señala que “mientras en Barranquilla los escritores discutían a Faulkner a gritos, en Cartagena se hablaba de Eurípides o Sófocles con cadencia almidonada”. Lea aquí: Néstor Torres, un flautista prodigioso de paso por Cartagena
El entrecomillado corresponde a la crítica de García Usta, quien indaga sobre el antecedente de ese estereotipo precisando que García Márquez negó en 1967 el crédito de que la ciudad donde empezó a escribir su primera novela La Hojarasca, fue en Cartagena, justificando esa opinión porque “los cartageneros eran los cachacos de la Costa”. La frase de García Márquez abrió esa polémica. Años después el mismo escritor reconoció que la escribió entre las dos ciudades, porque en esas dos ciudades vivió en todo el proceso de escritura y corrección de su novela. Pero a la frase le salieron más paticas estereotipadas, cuando Alfonso Fuenmayor dijo que “los cartageneros se desplazan con un halo”.
García Usta remata la polémica en su columna explicando que no se puede argumentar comparando a Faulkner con Sófocles, ni abriendo más surcos al estereotipo entre ciudades y crear “una calificación de los hombres y predeterminar la evolución del ritmo cultural de una ciudad”.
La conclusión que hacemos al releer la columna casi treinta años de haber sido escrita por García Usta, es que esos estereotipos han sido superados en el tiempo y las dos ciudades comparten una misma edad de oro de sus artes y sus letras, con maestros paralelos, simultáneos y complementarios en la formación de García Márquez: Clemente Manuel Zabala, El Sabio de San Jacinto, y Ramón Vinyes, el Sabio Catalán. En ese primer capítulo del libro, rinde homenaje a Víctor Nieto Núñez, el visionario creador del Festival Internacional de Cine de Cartagena, al cumplir ochenta años. Y en tres líneas, García Usta nos recuerda que “Fue el festival el evento que, sin bullas mayores, trajo el cine de Bergman a Cartagena, y trajo a Polanski, y trajo a Fassbinder. También trajo a Cantinflas. ¿Por qué no?”.
En su columna “Los costeños sí son como los pintan”, es un repaso por nuestros mejores pintores. En Darío Morales, al pintar los cuerpos desnudos de las mujeres, ha pintado la sensualidad y la sensorialidad, los cinco sentidos vigilantes ante el cuerpo, ha pintado según García Usta, “nuestra memoria sexual”. Luego, Alejandro Obregón al pintar “esos cardúmenes vibrantes que atraviesan el cielo mayor, el de la imaginación, dejando una estela de resabios, mordiscos, escamas volátiles, y luego se sumergen en un mar de aguas sombrías o luceferinas: una pintura hecha con plenitud interior”. Y al mirar “las negras de carnes que se derraman y cantan” en los lienzos de Heriberto Cogollo Cuadrado, surgido del patio de Torices, ha sido “un experto rastreador de huesos” y nos ha pintado “los más puros y pujantes orígenes de la etnia. Y al mirar las pinturas de Enrique Grau: “las mulatas y los mestizos de torsos ambiguos, caras cuadradas y ojos soñadores, cuya perversa inocencia puede resultar un retrato síquico profundo del entrecruce pasional que nos caracteriza y somete”. Lea aquí: Viajeros y forasteros que se quedaron en Cartagena de Indias
Y al ver las pinturas de Dalmiro Lora, sus patios de carnaval bajo la lluvia, ha visto a “esos muchachos de ojos de pepa de mamón que miran el mundo como un parto permanente; en el que el duelo es más frecuente que la celebración”. Y al ver las pinturas de Adalberto Jiménez, sus mujeres descarnadas y bullangueras en el lienzo, convertidas en “brujas obsesas”, también Adalberto Jiménez nos ha pintado, dice García Usta. En suma, en el arte estamos pintados.
A lo largo del libro nos encontramos con reivindicaciones musicales del porro, la cumbia, la gaita, la música jíbara, la reivindicación del ser pueblerino y su aldea natal: Ciénaga de Oro, el destacado aporte sirio libanés en la cultura, el arte y la gastronomía del Caribe, de cómo la pisada de la abuela árabe marcó “los valores como si fueran las únicas pisadas en el desierto. Muchas de sus creencias, de sus hábitos, de sus refranes, de sus formas de interpretar lo cotidiano, se filtraron para siempre en la mentalidad costeña”. También enjuicia los rezagos de la ciudad racista en Cartagena, desmiente los prejuicios culturales en su columna Sobre la famosa flojera costeña, reflexiona sobre la corronchería señalando que “en la casa del corroncho y en su última humildad pudo asilarse Dios”.