Desde la llegada de los españoles, no cesan de llegar viajeros de los cinco continentes a Cartagena de Indias.
La gente cuando los veía llegar con sus motetes al hombro, sus sombreros de alas que cortaban el aire caliente del mediodía, sus vestidos de seda y sus zapatos de cuero, solo decían por intuición: Son forasteros. Pero no sabían si venían de América, Europa, Asia, África y Oceanía. Había que esperar que hablaran para saber de dónde provenía aquella cadencia, pero muchas veces, con solo verlos, con su facha de peregrinos del desierto, dorados por el sol del verano, sus abalorios y sus cartas de adivinación, se intuía que eran gitanos. Lea aquí: Un viaje a Aracataca: así luce hoy el pueblo que vio nacer a García Márquez
Las mujeres resonaban sus castañuelas, agitaban sus polleras de colores y encendían sus cigarrillos dejando una estela de colinas mediterráneas. Muchos de ellos llegaron y se quedaron para siempre entre nosotros. Así llegaron a Cartagena desde mucho antes del siglo XIX, además de españoles y portugueses, franceses, italianos, ingleses, sirios libaneses, holandeses, chinos, curazaleños, jamaiquinos, haitianos, cubanos, entre otros.
Los forasteros no solo vinieron tras un tesoro o una fortuna, muchos de ellos, se quedaron por la aventura de conquistar territorios, otros huyendo de la guerra, y otros por empezar una nueva vida en las tierras del Nuevo Mundo, y otros, sin duda, por asuntos de amor.
De eso escribió el cronista cartagenero Alberto H. Lemaitre que tenía un gran sentido del humor y se hacía llamar Mr Tollo, y a quien conocí en los años ochenta del siglo veinte, como columnista del diario El Universal, y me entregaba en la vieja sede del periódico en la calle San Juan de Dios, sus columnas mecanografiadas con muchas correcciones a mano a los lados para que yo entregara a fotomecánica, muchas veces, me tocaba transcribir sus textos para que los transcriptores no se equivocaran. Lea aquí: “Dos o tres inviernos”, de Alberto Sierra, una novela inolvidable
Al cabo de muchos años, Alberto H. Lemaitre reunió sus escritos y los amplió en dos libros que tituló Estampas de la Cartagena de Ayer (Otro libro que las trae), en 1990, con prólogo de Juan Zapata Olivella. Antes que él me entregara sus columnas, me las contaba antes de entregármelas. Así que me enteré de todo antes que publicara su libro.
Uno de esos artículos era sobre tres forasteros que habían llegado a Cartagena. Uno era Juan Maninero en 1896, quien vino de Génova, otro, Federico Balmaseda de las Villas, en 1914, y Mauricio Todelano en 1924, hace un siglo. Cuando los tres llegaron a Cartagena, la ciudad estaba arruinada y los caserones coloniales habían sucumbido a la impiedad de la maleza, los balcones habían perdido sus barrotes, y las tumba pared amenazaban con devastar los barandales y derribar las puertas clausuradas, al punto que las autoridades suplicaban que habitaran esas casas, incluso, negociando con los nuevos inquilinos dándoles una subvención para que vivieran esas ruinas.
El señor Mainero, cuenta Alberto H. Lemaitre, era un hombre autoritario e intransigente y se había consagrado a la importación de vinos italianos. El segundo forastero, el señor Balmaseda, donó sus bienes a la señora Dolores Morales,su gran amiga, pero cuando murió, sus hijos vinieron de Cuba a reclamar la fortuna que había forjado en Cartagena. Pero la señora Dolores, asesorada por el abogado Simón Bossa, argumentó que esos bienes se los habían entregado a ella. Así que los hijos de Balmaseda se regresaron a su isla. Lea aquí: El Universal, el periódico que ha sido escuela de mujeres escritoras
El tercero de los forasteros, Todelano, era propietario de ochenta casas, y las entregó a la administración de Rafael Muñoz, y cuando él murió, pasó a otras manos.
En la avioneta Spirit of St. Louis, aterrizó de emergencia en Cartagena, el legendario piloto norteamericano Charles Limbergh, el 26 de enero de 1928, a la 1 y 45 de la tarde, en la playa de Bocagrande.
En su diario, Limbergh cuenta que cruzó Panamá y se adentró en Cartagena, y vislumbró un puerto con mucho movimiento en el Caribe, en contraste con otros paisajes aque había recorrido muy cerca a los que consideró “absolutamente inculto y deshabitado”. Antes de divisar el mar Caribe voló por una cordillera cubierta de nubes. Lea aquí: La historia del profesor alemán que ayuda a jóvenes en Colombia
“Los montes de la región ecuatorial o de sus contornos son muy diferentes de las montañas de los Estados Unidos, pues generalmente hasta las más altas aquí están cubiertas de vegetación espesa, de color verde obscuro. Repentinamente se deja ver un río que precipita todo su caudal de agua por un precipicio y cae luego en una cortina de neblina para desparecer luego, después de corto trecho, en la floresta, a varios cientos de pies más abajo. Es muy frecuente el encontrar ríos cuando se está volando, ríos que momentáneamente desparecen como si los hubiera tragado la selva”, precisa en su diario.
Contó en su diario que vio árboles monumentales, orquídeas y trepadoras, y al llegar a “la costa del Caribe la encontré irregular y salpicada de pequeños islotes. Volaba al norte del Golfo de Urabá y después de mirar el mapa, a cuyo margen iba anotando en abreviatura mis impresiones de viaje, enderecé el compás con dirección a las playas de Colombia, después de atravesar un trayecto de treinta millas de agua salada, y mil ochocientos pies más allá, atravesaba por la costa del Golfo de Darién y se veían muchas villas pequeñas al contorno”. La foto que registra la llegada de Limbergh en Cartagena en 1928, recuperada por la Fototeca Histórica de Cartagena, aparece el piloto rodeado de curiosos, entre ellos, niños en esa vastedad solitaria de Bocagrande, en la que se ven altos cocoteros. Lea aquí: Curiosidades por las que no es tan santa la Semana Santa en el Caribe
A lo largo del siglo XX, siguieron llegando a Cartagena, viajeros de España, Italia, París, Siria, Alemania, China, Jamaica, Cuba, Venezuela, muchos de ellos, se quedaron viviendo entre nosotros. Muchos ingleses vinieron a trabajar en 1894 en el ferrocarril de Cartagena-Calamar y se enamoraron de cartageneras y turbaqueras y se quedaron entre nosotros, hasta el punto, que hay un cementerio de ingleses muy cerca del Jardín Botánico de Cartagena, de aquella oleada de ingleses que vinieron a trabajar en el ferrocarril. Lo mismo ocurrió con los alemanes que vinieron huyendo de Hitler, para no ser reclutados por su ejército, y se quedaron entre Barranquilla y Cartagena, en el Caribe, muchos de ellos, cambiaron e identidad para no ser perseguidos, otros se casaron, vivieron en la clandestinidad creando sótanos en Cartagena, y tuvieron un destino impredecible en Colombia. Por eso existe un cementerio alemán en Barranquilla. Lea aquí: Cartagena de Indias celebra al pintor Enrique Grau
Uno de los venezolanos que se quedó a vivir y morir en Cartagena, fue el escudero de Simón Bolívar, José Palacios, quien luego de la muerte de su libertador, se quedó gastando los 8 mil pesos que le dejó el general en su testamento, se alcoholizó y murió como un hombre ignorado y olvidado en Cartagena, con sus charreteras desflecadas que habían perdido el color dorado, luego de acompañar la gloria de uno de los hombres de la historia de Colombia.