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Cultural

Crónica sobre mi mamá: Yolanda Guerra, la sonrisa que sostiene al mundo

Crónica de Yola, la mujer que hace setenta años, conoció a Honorio. Semblanza de la madre y del padre del cronista.

Crónica sobre mi mamá: Yolanda Guerra, la sonrisa que sostiene al mundo
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Mi madre había decidido desde temprano llevar el control de la casa aún en los asuntos más simples como elegir el color de las cortinas, hacer su espléndido arroz apastelado de pollo o su inigualable mote de guandul, mientras mi padre, en su gabinete de abogado en la casa, atendía a su clientela de pobres, entre ellos, campesinos del Sinú, con una paciencia de pastor. Después del mediodía salía en su bicicleta rumbo a los juzgados del centro de Montería, y por las noches se sumergía encantado en sus estudios de magia por correspondencia. En los días más difíciles de escasez hacía volar las mariposas de papel inventadas con retazos de papeles sobrantes. Junto a las mariposas y los gusanos de nueve colores que hacía con papel de barriletes, y cartón que sacaba de las camisas, mi padre hacía copitas plateadas del papel brillante de los cigarrillos, las moldeaba pacientemente y las lanzaba al cielo raso.

Las copitas se quedaban suspendidas, a punto de caerse en el centro de la mesa. Yola, mi madre, al verlo, solo decía: ¡Honorio, aterriza! ¡A los muchachos no los van a recibir mañana en el colegio, porque deben dos meses de clases! Mi padre la escuchaba sin alarmarse y sin dejar de hacer sus origamis y practicar sus lecciones de magia en unos manuales que llegaban a casa, enviados desde una ciudad de los Estados Unidos. Junto a esas clases de magia, también se inscribió en electricidad, y fue cuando empezó a desarmar todos los electrodomésticos de la casa. Su curiosidad lo llevó a desarmar relojes, estufas, radios, planchas, con la misma curiosidad con que aprendió a empajar las mecedoras mompoxinas. La sorpresa de Yola fue descubrir que mi padre, con su paciencia de monje franciscano, estaba pendiente de todo, buscando soluciones inusitadas a las encrucijadas de la casa.

Se presentó al colegio donde estudiábamos en el Liceo Montería, cuyo rector era Gabriel Rey, y le propuso dictar clases de español y literatura, aliviando la deuda que ya teníamos en la institución. Iba en bicicleta a dictar sus clases y cruzaba un largo camino destapado por donde siempre había un viaje de vacas.

Mi padre terminó siendo profesor de mis hermanos mayores de bachillerato: Alberto que estudiaba en el Liceo Montería, y Carlos en el Colegio La Salle. En los dos colegios se ofreció de profesor y fue una experiencia excelente. Con lo que le iban a pagar, abonaba la deuda. Mis hermanos no solo fueron sus mejores estudiantes y los más destacados de la institución, sino que el rector Salvador Rey terminó becándonos por rendimiento y excelencia académica. Lea aquí: ¡Triste! La historia del reloj que dejó de ser floral y solar en Cartagena

Mi alma siempre estuvo en vilo cuando llegaban a leer la lista de morosos, y le pedían al estudiante que saliera del aula. No permití que me sacaran del aula. Me defendí con un telegrama que anunciaba un pago a mi padre. La segunda vez, no aparecimos en la lista. Y era que mi padre había ingresado como profesor abonando a la deuda, con la sorpresa inesperada de que habíamos sido becados. Mi padre era un hombre noble y bondadoso y de profundas convicciones éticas que le impedían enriquecerse con nadie ni con nada. Promovía entre sus siete hijos la lectura de los clásicos universales, el cultivo de la música y el estudio del ajedrez. Había escrito un libro de sonetos y acrósticos “Primicias del recuerdo”, dedicado a Adelma Hernández, su madre. Y un cuaderno de poemas amorosos dedicado a Yolanda Esther, mi madre.

El árbol de las caídas

Mi madre había heredado de sus abuelos un trozo de árbol de arará que ella rayaba como un coco para sanar los golpes y heridas de la familia. No nos habíamos caído aún cuando ya ella tenía el arará en la mano. Se anticipaba a las caídas. Fui el que más se cayó en la infancia: tres puntos en la rodilla derecha y tres puntos en la cabeza. Si jugaba a la lleva o a la libertad, era al único al que le caía el peso de todo el mundo encima, o al que le daban el balonazo en la cabeza cuando jugaba fútbol.

Entre los vecinos de la calle 31 con carrera 7 en Montería, jugábamos a ser boxeadores con nuestros vecinos Berrocal, Cabrales, Castillo, Revueltas, Haddad, entre otros. Elevábamos barriletes, jugábamos al trompo y a las bolitas de uñita. Fue en aquellos años de infancia en que nuestro padre nos sembró la fantasía de sembrar monedas en latas que se multiplicarían debajo de la tierra. Lea aquí: Crónica de Gustavo Tatis con sabor a clavito de olor

Nuestro patio era un piedrero abandonado que mi padre convirtió en huerta, jardín, y en una siembra de plátano, yuca, tomates, maracuyá, mangos, chirimoyas, guanábanas, rosas y bonches.

Pedaleando la Singer

Mi madre además de llevar el control de la casa, era quien nos cosía la ropa, pedaleando junto a sus hermanas Ligia, Luzma, mi abuela Escolástica, mis tías Leonarda y Carmelita. Cada cuarenta días se presentaba a casa un peluquero a domicilio que nos hacía un corte espantoso que en ese entonces se llamaba La Pollina, nos rapaban y nos dejaban un mechón colgante en la frente.

Mi madre además de hacerse cargo de siete hijos, abrió las puertas de nuestra casa a los tíos y tías que vivieron con nosotros. La casa se agigantó y se creció, y mi padre no solo estaba pendiente de la suerte de sus siete hijos sino también de sus cuñados y cuñadas.

Mi madre hacía milagros con todo y con todos. Cuando llegaba diciembre, extendía el bijao sobre la enorme mesa del patio, y hacía pasteles para todo el mundo. Y enviaba a cada vecino uno de aquellos pasteles que hacía con cerdo y pollo. Mi madre conservaba los cabellos y los ombligos de cada uno de nosotros. Y tenía nostalgias de Sincé, su tierra natal, y de lo que ella llamaba El Monte, que era la parcela sembrada por los abuelos. Lea aquí: Las huellas de Julio Verne en Colombia

En 1954 conoció a mi padre que se había graduado de abogado en la Universidad de Cartagena, y lo habían nombrado juez en Sincé.

Los dos bebieron de aquella agua del pozo El Trébol, de la que cuenta la leyenda popular, que quien la bebe no dejará jamás a Sincé. Y los dos la bebieron con la certidumbre de que bebían del manantial de los milagros. Él intuyó que aquella mujer de bucles de oro, cuya sonrisa parecía sostener el peso del mundo, era para él, la mujer más bella del universo y le propuso que fuera su esposa. Se casaron meses después. Mi padre murió el 6 de marzo de 1994, hace treinta años. El 11 de mayo de 2024, cumpliría cien años. Aún aletean sus mariposas de papel en la memoria.

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